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Foto del escritorAdriana Castro Figueroa

La única vez que me pidieron matrimonio.

La única vez que me pidieron matrimonio fue en un viaje. Llevaba casi seis años de relación con mi novio de aquel entonces. Yo tenía 26 años. Planeamos un viaje por distintas ciudades de Europa. Fue un viaje que duró poco más de un mes. La parte hermosa y romántica de esta historia es que me pidió que me casara con él en la habitación de un hotel hermoso en Lido, una isla que forma parte de Venecia.


La parte nada romántica fueron las semanas previas a ese día.

Desde que inició el viaje intuía que él me pediría matrimonio y eso me tenía bastante inquieta porque llevabamos varios meses separados físicamente. Previo a ese viaje yo llevaba 9 meses trabajando como niñera en Hamburgo, Alemania. Todo ese tiempo nos estuvimos escribiendo correos para mantener el contacto y planear nuestro mes por Europa.

A él lo percibía muy seguro de la relación y yo… bueno… mi estancia en Alemania me hizo entender que no estaba tan segura de querer continuar la relación. Pero mi miedo al cambio me hizo guardar la ilusión de que cuando lo volviera a ver renacería el amor profundo que alguna vez había sentido por él.

Cuando finalmente llegó a Alemania, iniciamos el viaje y descubrí que ese amor que pensé que renacería en mí, no ocurrió.


Esos primeros días del viaje me sentía terriblemente culpable por no ser honesta con él en relación a que no sentía esa conexión de pareja que me hubiera gustado experimentar.

Así es como llegamos a ese día: él arrodillado pidiendome que me casara con él. Solo de recordar siento emociones encontradas. La única reacción que pude mostrar fue llorar.

Ante el “quieres casarte conmigo”, mi respuesta fue en un tono muy bajo “no sé” “perdón… pero no lo sé”. En ese momento me sentía la peor mujer del mundo por sentir confusión y por rechazar a un hombre con tantas virtudes como él.

Le expliqué, hecha un mar de lágrimas, que mi estancia en Alemania me había hecho entender muchas cosas en torno a mí y a mi relación con él. Era como si Alemania me hubiera cambiado sin darme cuenta.


Después de un largo silencio, su respuesta -afortunadamente- fue comprensiva y bondadosa. Me dijo que estaba bien y que entendía mi sentir. A la mañana siguiente yo seguía con un sentimiento de culpa inmenso y en los siguientes días él me ayudó mucho haciéndome ver que era valido mi sentir y que lo mejor que podíamos hacer era disfrutar el resto del viaje sin tensiones y ya a nuestro regreso a México podríamos hablar el tema con calma.


Uff. Sus palabras y su actitud resiliente fueron un bálsamo para mi alma. El resto del viaje lo pude disfrutar con una sensación de paz y serenidad inmensa.

Nunca olvidaré un momento en el que en un pequeño ferry visitamos algunas islas griegas. Ese día, a bordo de la embarcación ví un atardecer sublime. Había una especie de bruma y yo estaba sentada en una banquita en la cubierta del ferry con mis audífonos puestos. Escuchaba a Raphaël Marionneau. Él había ido por algo de comer.

En ese instante fui consciente de que juntos o separados él y yo estaríamos bien.

Ese viaje fue transformador. Entendí que ser verdadera conmigo era importante y aunque manifestarlo al inicio fue shokeante para ambos, la honestidad y tener el valor de mostrar vulnerabilidad también cura y quita enormes pesos de encima.

Todo eso sucedió en ese viaje.


De regreso, ya en México, pasaron unos meses más y al final la relación terminó. Afortunadamente la separación fue bastante pacífica y con mucha gratitud.

En aquel entonces yo no lo sabía pero fue de las pocas ocasiones en las que yo tendría oportunidad de formar una familia. No tenía ni idea de lo pasaría más adelante… pero esa es otra historia.


En tu caso ¿has vivido un viaje que haya sido transformador a nivel emocional?


Los viajes verdaderos son aquellos que siembran una semilla de cambio y motivan a evolucionar. Si quieres saber más del tema, te comparto un artículo que escribí en Expansión en el que hablo de por qué los viajes nos hacen tanto bien a las mujeres.


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